lunes, 4 de agosto de 2008

Los subterráneos de San Clemente


En San Clemente se encuentran las excavaciones romanas más interesantes a las que tiene acceso un turista sin necesidad de solicitar permisos especiales. Si llegáis hasta la ventanilla donde se despachan los billetes de entrada no lo dudéis: bajad las escaleras y sumergiros en la historia de Roma.

El primer tramo de escaleras conduce hasta el nivel donde se encuentra una iglesia del siglo IV, de la cual -asombrosamente- se había perdido todo rastro documental hasta el siglo XIX. Fue un prior de San Clemente, el padre Mulloony, quien realizó el descubrimiento en 1857. Por eso, una de las primeras cosas que encuentra el turista al comenzar su visita subterránea es el busto de mármol de este monje, de origen irlandés, que con gran precariedad de medios, sin ayuda institucional, tomó la iniciativa de comenzar a excavar bajo el suelo de su iglesia.

Su asombro debió ser mayúsculo al descubrir que San Clemente estaba cimentada sobre los muros de otra iglesia más antigua, que hoy el turista puede ver al descubierto. Con un poco de atención, es fácil analizar la correlación entre las estructuras de ambas iglesias, superior e inferior: el antiguo ábside, las antiguas hileras de columnas reforzadas para soportar el peso... Especial atractivo tienen los frescos medievales de las paredes de la iglesia inferior, algunos en un estado de conservación muy aceptable. Con una buena guía que os permita interpretarlos correctamente disfrutaréis mucho con sus pintorescas historias. En uno de ellos, por ejemplo, se encuentran las primeras palabras escritas en lengua vulgar italiana (a excepción de las llamadas "Cartas de Capua"). Demasiado "vulgar" para ser más precisos, pues comienzan de esta guisa: "Fili dele pute, traite", cuya traducción me parece innecesaria.

Ocho siglos separan la iglesia superior de la inferior, pero todavía podemos descender otros tres más en este viaje por la Historia. Un nuevo tramo de escaleras conduce hasta los edificios que sirvieron de cimiento a la iglesia del siglo IV . El lugar no es menos interesante que el que hemos dejado, y está todavía más envuelto en el misterio: llegamos a una serie de estructuras de la época de Nerón. Allí se puede ver uno de los mitreos mejor conservados de Roma, con los triclinios de piedra donde se recostaban los adoradores de Mitra en sus banquetes rituales. Junto a él, separado por un estrecho pasillo, hay un edificio noble, construido con bloques sillares, que parece ser uno de los primitivos lugares de culto semiclandestino de los cristianos en Roma, antes de que estuviera permitida la construcción de iglesias. Mitraísmo y cristianismo primitivo juntos, en los sótanos excavados de San Clemente.

domingo, 20 de julio de 2008

San Clemente, una visita obligada

A 5 minutos del Coliseo, en dirección a Letrán, se encuentra la iglesia de San Clemente. El monumento no está entre los más populares y conocidos de la ciudad y quizás por eso, por lo que tiene de inesperado, la visita a la iglesia de San Clemente es una de las experiencias más bonitas que muchos se llevan de la Ciudad Eterna.
La iglesia acoge al visitante en un sugestivo ambiente medieval, a pesar de los inevitables añadidos barrocos, que le restan algo de su encanto. Sus dos principales puntos de interés son el mosaico del ábside y la capilla de Santa Catalina.
El mosaico (del siglo XII, como el resto de la iglesia) contiene numerosos elementos arcaizantes, más propios del cristianismo primitivo, y es de una gran belleza plástica. En Roma hay numerosas iglesias con mosaicos de época antigua y medieval, algunos de ellos de gran valor histórico -superior sin duda al que estoy comentando-, pero el de San Clemente, con su armonía geométrica, su alegre colorido y su expresivo simbolismo, tiene para mí un atractivo único.
Impresionante es también la capilla de Santa Catalina, completamente recubierta con frescos durante el primer tercio del siglo XV. Estos frescos tuvieron una significación especial en la Roma de aquella época. Los romanos acababan de salir de uno de los siglos más difíciles de su historia, con los papas residiendo en Aviñón, la ciudad reducida a un estado de increíble abandono, y la Iglesia Católica sumida en un cisma que la dividió en dos durante 40 años. Por fin, con el papa Martín V se resuelve el cisma, el papa regresa a Roma, y decide acometer la reconstrucción y embellecimiento de la ciudad trayendo a los mejores artistas del momento. Todo parecía anunciar la llegada de una nueva época de prosperidad.


Los frescos de esta capilla son el primer soplo del Renacimiento en Roma. En ellos se observan los primeros intentos de dominar la perspectiva y crear espacios realistas, algo que ya estaba experimentándose en otros lugares de Italia, pero que los romanos no habían tenido ocasión de ver. Así es como me gusta contemplar esta capilla cada vez que paso por San Clemente: como uno de los primeros destellos renacentistas en el panorama romano, un anuncio de la llegada de tiempos mejores para una ciudad muy castigada durante la Edad Media. Roma tendría por fin una nueva oportunidad para volver a brillar con luz propia.

En mi próxima entrada os hablaré de las excavaciones de San Clemente, pues justo debajo de esta basílica existe otra más primitiva, y más abajo aún, restos de edificios de los primeros siglos. Un mundo fascinante que todo el mundo puede visitar hoy con facilidad.

sábado, 5 de julio de 2008

El Coliseo y el fin del mundo


El Coliseo, inaugurado por Tito en el año 80 de nuestra era, estuvo activo durante más de 4 siglos. En el año 438 fueron suprimidos en todo el Imperio los juegos gladiatorios (munera), pero el Coliseo siguió utilizándose durante mucho tiempo para espectáculos de cacerías (venationes).

El último espectáculo del que se tiene constancia se celebró en el año 523, en tiempos de bárbaro Teodorico. El viejo edificio se encontraba ya entonces -como tantas construcciones de la antigua capital- muy deteriorado, después de haber sufrido varios terremotos, y el azote de rayos e incendios.

El Imperio Romano había desaparecido hacía casi 50 años, devorado por los bárbaros. La gran urbe, que un día había pasado del millón de habitantes, era una ciudad secundaria y en rápido declive, que se iba despoblando. Objetivo codiciado por los invasores, había sido saqueada una y otra vez. La ciudad se hundía en una época oscura, y todos los esfuerzos de sus habitantes se concentraban en sobrevivir. El colosal anfiteatro se iba quedando aislado, cada vez más lejos de las zonas habitadas.

Siempre he sentido fascinación por el espectáculo de la Roma medieval. La gran urbe, la orgullosa Roma dominadora del mundo, reducida a un gran campo de ruinas deshabitadas. Ninguno de nuestros actuales parques temáticos podrá jamás compararse con este espectáculo: espléndidos edificios desvencijados, enormes escalinatas y plazas porticadas con restos de columnas y estatuas por doquier... testigos de un mundo que se había desvanecido para siempre. Junto al anfiteatro Flavio -la gran estrella de este "parque temático"- se encontraba todavía la estatua colosal de Nerón, de 35 metros de altura.

Es así como pudo contemplarlo en el siglo VIII un famoso monje inglés: Beda el Venerable, el hombre más sabio de su tiempo, actualmente el patrón de los historiadores. Impresionado por la formidable construcción de este edificio formuló su profecía, que se ha hecho famosa:

Mientras permanezca el Coliseo, Roma permanecerá, cuando caiga el Coliseo, caerá Roma, y cuando caiga Roma... caerá también el mundo.

El Coliseo a punto estuvo de caer, pero eso os lo contaré otro día.

sábado, 28 de junio de 2008

Tito y la casualidad

El promotor de la construcción del Colsieo fue el emperador Vespasiano, del que la Historia recuerda, curiosamente, su carácter austero y su tendencia a la tacañería. Sin embargo, el frugal Vespasiano, que gobernó Roma entre los años 69 y 79 d.C., no pudo lograr ver terminado el edificio, cuya inauguración tuvo lugar durante el reinado de su hijo mayor, Tito. Éste fue un emperador extremadamente popular, muy apreciado por los historiadores romanos a causa de su carácter amable y generoso. Lo cierto es que su reinado fue tan breve, que nunca sabremos si el cariño de sus conciudadanos se hubiera extinguido con el paso del tiempo, como ocurrió con tantos otros monarcas de prometedores comienzos. De hecho, el reinado de Tito no es precisamente célebre por las acciones del propio emperador, sino por dos hechos que poco tuvieron que ver con su voluntad.

A finales del verano del 79 d.C., cuando acababa de llegar al trono, tuvo lugar la terrible erupción del Vesubio, que arrasó tres ciudades de la Campania: Pompeya, Herculano y Stabiae. Tito se desplazó a la región para atender a los damnificados por el desastre, y en su ausencia, ya en el año 80, un devastador incendio asoló Roma durante tres días y tres noches, arrasando el Campo de Marte y algunos de los templos más importantes de Roma, incluido el de Júpiter en el Capitolio. El historiador Casio Dión relata que la erupción había llegado acompañada de múltiples prodigios, y que el incendio de Roma parecía de origen divino, por lo que no es de extrañar que todos estos sucesos produjeran un enorme temor en el ánimo de los supersticiosos romanos.

Para compensar unos comienzos tan funestos, Tito inauguró ese mismo año, el 80 d.C., el Anfiteatro Flavio, que su padre le había dejado casi terminado, con unos festejos de tal envergadura, que se contaron entre los hechos más remarcables de su breve reinado. Las celebraciones, en las que se dio muerte a más de 5.000 fieras salvajes, se prolongaron durante semanas. Los romanos contemplaron asombrados enfrentamientos entre elefantes, cacerías de bestias salvajes, en las que para su asombro tomaron parte incluso mujeres, y batallas terrestres y navales, pues el emperador hizo inundar el anfiteatro para que pudieran celebrarse en él naumaquias.

Apenas un año después, el 81 d.C., Tito perdía la vida, según algunos por causas naturales, según otros envenenado por Domiciano, su hermano menor y sucesor. Su prematura muerte llenó de tristeza a los romanos, pero la fortuna le permitió pasar a la Historia como el emperador que inauguró el Coliseo, y las catástrofes naturales no consiguieron oscurecer el breve reinado de este fugaz príncipe, al que Suetonio se refirió como “delicia del género humano”.

lunes, 23 de junio de 2008

El Coliseo, lugar de reflexión


El Coliseo ejerce un extraño poder de seducción. Os decía que la contemplación exterior del monumento permite recrear toda la fastuosidad de la Roma Imperial. La visita a su interior, en cambio, nos asoma al lado oscuro del alma humana.

Una cruz de hierro a la altura de la arena se encarga de recordar que el Coliseo es un lugar de muerte y sufrimiento, donde docenas de miles de personas han perdido la vida sólo para diversión del pueblo. Ningún visitante puede escapar de esta inquietante sensación. Al ver el impresionante graderío, es difícil no imaginar la muchedumbre entusiasmada, pidiendo a gritos la muerte de un gladiador. Y al dirigir la vista hacia los subterráneos, ahora al descubierto y bien oreados, ¿quién puede dejar de evocar el miedo y la angustia de que habrán sido testigos estas lúgubres estancias bajo las tablas de la arena?

Por eso, muchos turistas visitan estas ruinas en silencio, como si estuvieran en Auschwitz, en Hiroshima o en alguno de los grandes santuarios de la humanidad doliente. Algunos, incluso, se alejan de ellas con alivio, como si salieran de un lugar opresivo e inquietante. Pocos monumentos, en efecto, poseen tal capacidad de fascinación, y nos llevan de la mano hasta el corazón de la Antigua Roma, la gran urbe, fascinante e inquietante al mismo tiempo.

Lo que no debemos hacer, en ningún caso, es emitir apresurados juicios de condena. Es una gran ingenuidad y supone una elemental falta de sentido histórico juzgar las culturas antiguas con categorías contemporáneas. Nosotros, como ellos, somos hijos de nuestro tiempo. Y si la fortuna nos hubiera hecho nacer en esa época, seguramente habríamos ocupado nuestro asiento para volver a casa roncos después de una excitante jornada, después de haber apostado por el retiario en contra del secutor.

Una cita de la antigüedad tardía resulta especialmente ilustrativa en este sentido. Es de Agustín de Hipona, que describe bien la fascinación que ejercía este espectáculo, capaz de cautivar el alma de un buen cristiano: su amigo Alipio. Lo cuenta en su famosa obra de Las Confesiones.

Arrastrado al Coliseo por unos amigos en contra de su voluntad, intentó desesperadamente que el espectáculo no rozara su ánimo. Decía a sus amigos que podían empujar su cuerpo, pero no su alma. Así que, instalado en su localidad, Alipio cerró los ojos para mantenerse ausente. Pero no pudo cerrar sus oídos. “Tremendamente alterado por el enorme griterío del público” –cuenta San Agustín- fue vencido por la curiosidad. Entonces abrió los ojos y se sintió herido en su alma por un desgarrón mucho mayor que el que había recibido el gladiador en el cuerpo. “Tan pronto como Alipio contempló aquella sangre no pudo apartar ya sus ojos de ella. Bebió de aquella violencia y sintió el placer de la lucha. Ya no era aquel mismo hombre que acababa de llegar. Era uno del montón, uno más del populacho con que se había mezclado. Se entusiasmó, se desgañitó, y de allí se llevó consigo la locura que le hizo volver al anfiteatro, y arrastrar consigo a otros”.

jueves, 19 de junio de 2008

Coliseo, denominación equívoca

Junto al Coliseo puede verse hoy un parterre cuadrangular ligeramente elevado con un par de escalones, a modo de zócalo, en el cual hay plantados un grupito de encinas. Según indica una inscripción, este cuadrado marca las dimensiones exactas que tenía el pedestal (las ruinas de este pedestal fueron destruidas por orden de Mussolini) de una famosa estatua de época antigua: el Coloso de Nerón, una estatua gigantesca que éste mandó colocar en el atrio de su Domus Aúrea. Basta contemplar las dimensiones de este zócalo, que tenéis en la fotografía, para quedar atónito ante la envergadura que debió alcanzar la estatua.

El Coloso de Nerón está considerada como la mayor estatua de bronce jamás construida por el hombre. Plinio el Viejo la atribuye a Zenodoros, escultor de origen griego y especialista en estatuas de gran tamaño. Le atribuye una altura de 119 pies, lo que equivale a más de 35 metros. Citemos a Plinio:

(Zenodorus)...Romam accitus a Nerone, ubi destinatum illius principis simulacro colossum fecit CXIXS pedum longitudine, qui dicatus Soli venerationi est damnatis sceleribus illius principis. Esto es: “llamado a Roma por Nerón, (Zenodoro) hizo un coloso de ciento dieciséis pies de altura con la imagen de ese príncipe, que fue dedicado al culto del Sol por los reprobados crímenes de aquel”.

Como podemos observar estaba dedicada al Sol, Helios en griego, al igual que su modelo, el famoso Coloso de Rodas, una de las siete maravillas de la Antigüedad. Siguiendo a algún autor, el discípulo superó al maestro, pues la altura del de Rodas era de 32 metros. Ninguno de estos colosos ha llegado hasta nosotros. El Colossus Neronis, con su base, alcanzaría casi la altura del entonces llamado anfiteatro Flavio, lo que nos da una idea de su gigantismo. La cuestión que nos planteamos es si el anfiteatro, por sus colosales dimensiones, dio origen al nombre de “Coliseo” o si fue la estatua de Nerón la que lo originó.

La mayoría, por no decir todos, de los libros sobre este edificio dan por sentado que el nombre de Coliseo procede de la enorme estatua colocada por Nerón en el atrio de la Domus Aurea. Dice un reconocido arqueólogo romano que “el nombre de Coliseo, atribuido al anfiteatro en el siglo VIII por primera vez, deriva no de las proporciones de éste, sino de la cercanía de la estatua colosal”.

Sin embargo, lingüistas de reconocido prestigio creen que fueron las propias dimensiones del anfiteatro las que originaron esta denominación. Citemos también a uno de ellos: “Colosal, en latín colossicus, en griego kolossaios. De éste procede el latín colosseus que se empleó sustantivado para designar el grandioso anfiteatro Flavio de Roma (...). El nombre parece explicarse por las dimensiones colosales del edificio y no, como se ha dicho muchas veces, por la estatua colosal de Nerón que se hallaba cerca del edificio.” Como veis, hay opiniones para todos los gustos.

En la Edad Media se pensaba también que el nombre provenía de la pregunta que se hacía a los cristianos ante la gran estatua del dios Sol: Colis eum? ¿lo adoras?, y a quien respondía que sí los soldados del emperador le dejaban libre. Pero esto, evidentemente, no pasa de ser una simpática etimología popular.

Aquí tenéis una reconstrucción con el Coliseo y su coloso.

domingo, 15 de junio de 2008

El esplendor del Coliseo

Esta semana voy a dedicarla por entero al Coliseo, uno de los principales referentes turísticos de la ciudad y el icono mismo de Roma. En mi opinión, ningún otro monumento evoca con tanta viveza el esplendor de la antigua Roma. Muchas veces he dado la vuelta al edificio imaginando cómo debería ser todo aquello en un día de juegos de hace 19 siglos, con riadas de personas entrando por las 80 puertas con que contaba el anfiteatro, vestidos con sus togas de fiesta y la túnica de los grandes días.

Todavía se pueden ver los números romanos sobre los arcos de piedra del primer nivel, pues las 80 entradas estaban numeradas, para favorecer un llenado y desalojo del edificio rápido y ordenado. Algunos números están tan bien conservados como si aún debieran indicar al público qué entrada deben tomar. Aquí tenéis la número 53.


Me impresiona también la zona donde se encuentran 5 cipos hincados en la tierra: 5 grandes piedras verticales que servían para anclar al suelo las cuerdas que sostenían el velarium, un gran toldo que cubría el Coliseo para proteger a los espectadores contra el sol y la lluvia. Quedan sólo 5 piedras supervivientes de las 160 que en su día sujetaban este enorme parasol.


En torno a los cipos aflora, como veis, un buen trozo del pavimento original, con grandes losas de travertino, las mismas que pisaron los romanos de hace 1.900 años.


Aquí tenéis un dibujito (extraído de nuestra audioguía) que ayuda a entender la funcionalidad de estos cipos. Siempre que imagino los ríos de gente entrando al edificio los veo pasar por entre estos esforzados y sudorosos servidores del anfiteatro.

Todo hace pensar en un grandioso espectáculo cuando se contempla el Coliseo desde el exterior, a pesar de que los vanos de los arcos superiores los veamos hoy vacíos o bien con feos andamios y tubos de cierre, en lugar de los cientos de estatuas clásicas que los adornaban en la antigüedad. Por si aún fuera poco, algunos intentan añadir al lugar un ligero toque de realismo: